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CRÓNICAS DE AMÈLIE

"El verano que vivimos", un trampantojo cinematográfico

Un trampantojo cinematográfico cuyos creadores y productores dominan la industria y así lo han demostrado orquestando una campaña de marketing con sus actores principales juntos.

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Nunca he sabido distinguir con claridad las coordenadas de la inoportunidad, y quizá por eso nunca haya logrado orientarme en ellas ni tomar posición. Porque si las definiciones significan con claridad y exactitud, cómo es posible que, si algo es inoportuno para alguien lo conveniente sea que no se asome a su desfiladero, y sin embargo no pueda evitar permanecer imantado al precipicio de su magnetismo que, por muy inconveniente, es penetrante y envolvente.

 

Pero qué es lo inconveniente: la persona, el momento o el motivo. Qué más inconveniente: adentrarte a conocer sus coordenadas arriesgando a perderte en ellas, o encadenarte a un recuerdo mil veces revivido de lo que nunca te atreviste a probar. Cómo entender que un inconveniente pueda sernos lo más conveniente.

 

En un pequeño municipio de la costa gallega de 1998 la sede de un periódico como "El faro de Cantaloa" no era sino un vertedero de documentación y polvo, y un sumidero por el que se abismaban los ecos de añejos olfatos periodísticos, cuyo director hacía tiempo que zarpó rumbo a la monotonía administrativa y a una cobertura mínima de los sucesos locales, los crucigramas y la meteorología.

 

Será una joven estudiante de Periodismo la que atraque en la redacción para sacar provecho a sus prácticas de último curso con el verbo dispuesto y la pluma afilada, topándose con la realidad marchita de un diario sin ínfulas ni intenciones que solo quiere que no moleste, limpie y ordene el malogrado archivo, y gestione las peticiones familiares que deberá traducir en emotivos obituarios.

 

El primero le llegará por correo postal y con un mensaje que dice "Sigo varado en aquel verano de 1958. Cómo olvidar lo que ya es eterno", que se dirige a una tal Lucía Vega que falleciera hace cuarenta años, firmada por las iniciales G.M. y cuyo matasellos procede de una aldea gallega a la que sopla de frente el Atlántico.  La osadía juvenil de la estudiante convencerá a la renegona apatía del director del periódico para permitirle seguir el rastro a una historia de amor que se extendió durante cuarenta años, en cuyos 15 de septiembre nunca faltó una esquela en recuerdo suyo, de Lucía Vega, la mujer que, aunque marchó, siempre permaneció.

 

Permaneció vívida en el pulso de Gonzalo Medina desde el primer día que la conoció en medio de las viñas a ella, a Lucía, la prometida de su amigo Hernán Ibáñez a su llegada a Jerez con el encargo de diseñar y construir la nueva bodega de este.

 

Por delante seis meses de trabajo para dar forma a la cuna de la uva palomino que sostenía a todo Jerez, y futuro símbolo de la unión de dos de las familias bodegueras más importantes de la región, los Ibáñez-Vega, que harían honor a sus antepasados toneleros y pondrían en marcha su sueño: el de abrir Jerez al mundo.

 

Una plaga inesperada en los cultivos obligará a Hernán a ausentarse durante unas semanas quedando Lucía como responsable de la bodega y Gonzalo de la obra, y ambos a merced de una pasión que fue desatándose incontenible entre luces rojas de cuartos de revelado, innumerables viñedos marcados por el surco de sus cepas, ferias de miradas clandestinas, y faros en lo alto para alejar de la vista lo que el prestigio social no toleraría, las conveniencias matrimoniales sabotearían,  y quienes envueltos en caricias secretas y deseo prohibido contendrían sabiendo que estaban echando un pulso al tiempo, a la lealtad y a la propia muerte.

 

Durante más de 20 años y cada 21 de marzo, José Luis Casaus enviaba a El País una esquela dirigida a su mujer, Elena Lupiañez Salanova, quien falleció en 1994 de un cáncer de pulmón. Es este, el origen de la película El verano que vivimos, su mayor logro: el de haber descubierto una historia real e inspiradora -precisamente por real- de una ficción de forma intachable, pero de fondo previsible, insípido y tópico.

 

Un trampantojo cinematográfico cuyos creadores y productores dominan la industria y así lo han demostrado orquestando una campaña de marketing con sus actores principales juntos y por separado en las portadas del papel cuché o en los asientos de El Hormiguero, anunciando poco después que El verano que vivimos es número uno en cines en su primer fin de semana. Todo menos casual.

 

Una propuesta de un esteticismo medido al extremo, en la que Federico Jusid -con sus notas musicales siempre envolventes y emocionantes- y Jacobo Martínez -soberano de la dirección fotográfica en este país- son los culpables de sedarnos por momentos en esta oda al sur, sus gentes, sus tierras y su vivir que, de tan perfecta que se pretende, resulta de todo menos perfecta.

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