La Columna Jaiónica
De procesión
I.I
Jaione Sanz firma esta columna canalla y descarada, una mirada desenfadada a la vida. Hoy da las claves de por qué una persona atea o de izquierdas puede amar la Semana Santa
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Todos recordamos nuestra primera vez. Alguna primera vez, de lo que sea. Cuando regresa Semana Santa, vuelvo a verme claveteada en el chaflán de una vieja calle en una ciudad que no es la mía. Ha caído el sol y tiemblo bajo el abrigo. Marzo todavía planta cara a la avanzadilla de la primavera. Aguardo con mi familia el paso de la procesión. No sé qué va a llegar pero tampoco me hago demasiadas preguntas: tengo ocho o nueve años y lo que quiero es dejar de pasar frío.
Al fin asoma la comitiva. Avanza lenta y calculadamente, como si cada paso fuera un fotograma. Allá a lo lejos apenas parece un borrón de acuarela, pero poco a poco los detalles van acentuándose y de pronto emergen de entre las sombras tres, siete, diez hombres encapuchados que avanzan descalzos. Un tambor rompe el silencio, ese silencio que en realidad está hecho de latidos y jadeos, y entonces pasa un Cristo doliente, puede que también un par de Vírgenes. No lo sé... Mi mirada ha quedado incrustada en esos pies: desnudos, sucios, encadenados, culpables. Sigo viéndolos incluso cuando ya sólo queda de ellos la huella anónima de la penitencia.
La congoja atraviesa la boca del estómago hasta colonizar los intestinos, y siento que me cago viva.